Moda

Ellos conocieron a Balenciaga (II)

Miguel Elola aprendió todo lo que sabe de hilo, aguja y costuras en la sede de Balenciaga en San Sebastián aprendió todo lo que sabe de hilo, aguja y costuras.
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Miguel Elola aprendió todo lo que sabe de hilo, aguja y costuras en la sede de Balenciaga en San Sebastián aprendió todo lo que sabe de hilo, aguja y costuras. Pasamos con él un día en aquellos talleres en los que sucedía la magia. Si hay otra voz autorizada para hablar sobre la figura de Cristóbal Balenciaga es la de aquellos que trabajaron en sus talleres. Miguel Elola lo hizo precisamente en el de San Sebastián a partir de 1962 y hasta el cese de actividad de la casa seis años más tarde. Después pasó a trabajar para Pedro Rodríguez en Barcelona, donde más tarde abrió su propia casa de modas (aún activa pero en manos de su hijo) y hoy vive retirado pero no del todo, porque se dedica a impartir clases de costura. Lo suyo con la aguja y el hilo es una historia de vocación: “Me gustaba el oficio de modisto desde pequeño. Siempre supe que era lo que quería hacer. Lo logré a base de mucha lucha, porque entonces tenía 15 años y en casa no me dejaban ni por asomo convertirme en uno”. A base de mucho empeño consiguió entrar en una sastrería como aprendiz, aunque no tardó en cambiarla por el taller del mejor modisto de la ciudad. “Ya sabes cómo son las cosas de familia. Por medio de una prima de mi padre que había sido modelo de Balenciaga fui metiéndome poco a poco hasta que logré que me aceptasen en su casa de costura”. Aprender es la palabra que más utiliza durante toda la conversación:Estaba allí para aprender de los mayores. Aprendía cada día hasta de esos momentos en que nos asomábamos a la ventana para ver cómo la señora se llevaba puesto o cómo traía de casa un abrigo o un vestido que nosotros le habíamos hecho”. A aquellos que hayan fantaseado con el baile de telas y costuras de los talleres de esa época no les costará entender la emoción que contienen las palabras de Elola cuando recupera los días que pasó allí. “Empezábamos a trabajar temprano y, aunque el trabajo nunca era rutinario (es una de las cosas que más me gustan de este oficio), sí lo tenías programado. Era una fantasía diaria: lo mismo estabas haciendo la cola del vestido de novia de Fabiola de Bélgica que cosiendo una pieza de encaje o aquel abrigo rojo - todavía lo veo porque era mi actriz favorita - para Audrey Hepburn. Sentíamos ilusión con cada prenda”. La jornada laboral, eso sí, no solía sobrepasar las ocho horas: “Era todo manual y milimétrico, era fácil calcular los tiempos a no ser que fallasen cosas externas como las entregas de tejidos”. Los días 4, 5 y 7 y de marzo apareció el siguiente anuncio en la sección de clasificados de La Voz de Guipúzcoa: “Hacen falta buenas cuerpistas, bordadora y aprendiza de bordadora”. Arriba, costureras en el taller de San Sebastián. En aquel espacio “que ocupaba toda la esquina de la Avenida de España hasta la calle Santa Catalina”, trabajaban unas 50 personas repartidas en mesas de ocho o diez. “El silencio era sepulcral no solo en la prueba a la clienta sino también en los talleres. Se respiraba seriedad en el ambiente, sobre todo si estaba él en la casa”. La pregunta es inevitable: ¿Le tenían miedo? “El miedo es una cosa y el respeto es otra. En aquel taller había respeto. Balenciaga utilizaba un tono tranquilo para pedir las cosas, tanto que tenías que poner mil oídos porque hablaba tan bajo que era difícil enterarse”. En los seis años que trabajó para la firma solo hablaron en dos ocasiones. La primera, Balenciaga se dirigió a él para explicarle cómo se planchaban las camisas de lino que le gustaba llevar en ese momento; la segunda, para proponerle que fuese a trabajar a su sede de París. “Tenía 16 o 17 años y hablar con semejante personaje... Aquello te dejaba pasmado. El caso es que yo era muy joven y en casa me dijeron que tururú. Balenciaga conocía la mentalidad del norte y entendió perfectamente que no pudiese decir que sí, pero creo que le dio pena porque quería haberme sacado partido”. El hilo, la aguja... y las manos El uso repetido de un concepto a veces implica una pérdida parcial de su significado, algo que ha sucedido con palabras como “icono” o “maestro”. En el caso de Balenciaga no deben menospreciarse, sobre todo si tenemos en cuenta que fue de los pocos, tal vez el único, que ha conseguido poner de acuerdo a clientas, prensa y couturiers de la competencia. Elola sabe bien porqué. “A veces me preguntan cómo sé que un vestido es de Balenciaga. Pues muy fácil, si me dejan quitarle el forro, tardo dos minutos en salir de dudas. El trabajo era único”. La grandeza de sus piezas no estaba solo en el exterior, no consistía solo en su diseño o en lo favorecedoras que resultaban. Lo más interesante estaba en su interior: en las pinzas, en los recogidos... “Cuando hablamos de la estructura de la prenda la gente cree que eran como armazones, pero nada más lejos. Se trabajaba con organzas y sedas naturales, era todo muy suave y cómodo”. Habla en pasado porque aunque de vez en cuando todavía recrea aquél trabajo para enseñar a sus alumnos, está convencido de que nadie ha vuelto a coser así. “Supón que venían patrones de la casa de París. Las que nos enseñaban siempre nos decían lo mismo: ‘Aquí hay unos aplomos que indican cómo va puesta la manga pero luego están vuestras manos, porque el género cambia pero vuestras manos no, y son las que deben aplomar esa manga’. Te enseñaban a hacer cosas que hoy no se contemplan. Con el tiempo me di cuenta de lo importante que era hasta poner los forros a mano, porque de cómo lo pones depende toda la caída de la prenda”.

Tenía 16 o 17 años y hablar con semejante personaje... Aquello te dejaba pasmado”

¿Cree que Balenciaga sintió en vida la admiración que hoy despierta su figura? “Él notaba el reconocimiento de la gente, de la prensa y de las clientas, pero de eso a creerse algo... Creo que no. Por lo menos no lo demostraba”. ¿Y quiénes trabajaban en su taller? “En aquel momento nos considerábamos la élite de los costureros porque trabajábamos en Balenciaga. Pero tanto como ahora que lo miras de lejos, no. Sí que sabías que era una casa muy importante, pero juzgado a través del tiempo te das cuenta de que en realidad estabas con un gran artista”. Fotos cortesía del Museo Cristobal Balenciaga.

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